miércoles, 30 de enero de 2008

Libídino.

Libídino, como de antes, sube las escaleras, mira sencillo por las escotillas del alambrado ascendiente. Prosea, desenrolla su mano pañuelo adentro y a medida que lo abre con la vigésima lágrima de anoche aun sin secar, permite lapidar un poco de lamentos sin confirmar.
Cree que es un poco libre y se manda mensajes de quinto a quinto con la vecina que él jura lo ignora adrede.
Libídino fue abandonado por su novia que se llamaba así de raro. Comían a todo volumen sin televisor, se lavaban el pelo con las uñas del otro y con el perro que abandonaba el giro en 720 grados. Noche por medio un silencio despertaba al vecindario; así de adaptables que somos los humanos.
La batalla ante el espejo se volvía un arrojo. El botiquín preparaba su propio botiquín.
Nunca aprendió que cada picazón, cuando llega a picazón, se rasca y se expande, se deja y molesta.
Prefirió adormecerse con la música de dormir de moda y vaticinar otro despertar para tomar agua, una carrera de luces (de las rendijas de la perciana) por la pared y un desayuno con dientes a pogo.